Gordon Hinckley dijo «No hay nada más maravilloso en este mundo que la virtud; esta resplandece sin mancha; es preciosa y bella; es de valor incalculable; no se puede comprar ni vender; es el fruto del autodominio…¿Existe alguna razón válida para ser virtuosos? Es el único modo de estar libres de remordimiento. La paz de conciencia que esta brinda es la única paz personal que no es falsa; y además de todo eso, está la promesa inquebrantable de Dios para quienes anden en virtud. Al hablar en el monte, Jesús de Nazaret declaró: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8). Se trata de un convenio que efectuó Aquel que tiene el poder para cumplirlo.»

Virtud es la protección en nuestras vidas. Por ejemplo, hay una historia por William J. Bennett en El libro de las virtudes que se llama «Por falta de un clavo de herradura». Esa historia explica que necesitamos prepararnos para el día de la batalla. A mi ver, seremos estaremos preparados por la virtud que tenemos. Eduardo Gavarret volvió a contar la historia:

«En 1485, Ricardo III ocupaba el trono de Inglaterra. Era una época de inestabilidad y Ricardo había tenido que defender su corona en más de una ocasión; sin embargo, era un veterano militar con experiencia, un audaz y astuto guerrero que contaba con un ejército de aproximadamente 8.000 a 10.000 hombres.

Ese mismo año, Enrique Tudor, conde de Richmond, que pretendía apoderarse del trono inglés, retó y confrontó a Ricardo en un lugar que le dio su nombre a la batalla: el campo de Bosworth. Enrique, a diferencia de Ricardo, tenía poca experiencia en el combate y sus fuerzas ascendían a sólo 5.000 hombres. No obstante, tenía a su lado buenos asesores: hombres de la nobleza que habían tomado parte en batallas similares, incluso algunas contra Ricardo. Llegó la mañana de la batalla y todo parecía indicar que Ricardo saldría victorioso.

Una famosa leyenda dramática resume los acontecimientos del 22 de agosto de 1485. Esa mañana, el rey Ricardo y sus hombres se prepararon para enfrentarse al ejército de Enrique. El que ganara la batalla sería el gobernante de Inglaterra. Poco antes de la batalla, Ricardo envió a un mozo de cuadra para ver si su caballo favorito estaba preparado.

“Ponle pronto las herraduras”, le dijo el mozo al herrero. “El rey desea cabalgar al frente de sus tropas”.

El herrero respondió que tendría que esperar. “En estos días he herrado a todo el ejército del rey”, dijo, “y ahora debo conseguir más hierro”.

Con impaciencia, el mozo dijo que no podía esperar. “Los enemigos del rey avanzan y debemos enfrentarlos en el campo”, dijo. “Arréglate con lo que tengas”.

Tal como se le mandó, el herrero hizo todo lo que pudo, e hizo cuatro herraduras de una barra de hierro. Después de quitar los cascos del caballo, clavó tres de las herraduras; sin embargo, cuando intentó asegurar la cuarta, se dio cuenta de que no tenía suficientes clavos.

“Necesito un par de clavos más y me llevará un tiempo sacarlos de otro lado”, le dijo al mozo.

Pero el mozo no podía esperar más. “Ya oigo las trompetas”, dijo. “¿No puedes usar lo que tienes?”.

El herrero le contestó que haría todo lo posible, pero que no podía garantizar que la cuarta herradura quedara firme.

“Pues clávala”, exclamó el mozo. “Y date prisa, o el rey Ricardo se enfadará con los dos”.

Al poco tiempo dio comienzo la batalla. Para reanimar a sus hombres, Ricardo cabalgaba de aquí para allá, luchando y dando ánimo diciéndoles: “¡Adelante! ¡Adelante!”.

No obstante, al mirar a través del campo, Ricardo vio que algunos de sus hombres emprendían la retirada. Temiendo que los demás soldados también retrocedieran, cabalgó hacia la línea dividida para infundirles ánimo, pero antes de que pudiera llegar hasta donde estaban, el caballo tropezó y rodó, haciendo caer al rey. Una de las herraduras del caballo, tal como había temido el herrero, se había desprendido durante el desesperado galope del rey.

Ricardo se puso de pie mientras el caballo se levantaba y se echaba a correr. A medida que avanzaba el ejército de Enrique, Ricardo agitó la espada en el aire y exclamó: “¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!”.

Pero era demasiado tarde; para entonces, los hombres de Ricardo huían atemorizados al ver el avance del ejército de Enrique y la batalla se perdió. Desde entonces, la gente ha repetido el refrán:

Por falta de un clavo se perdió una herradura,

por falta de una herradura, se perdió un caballo,

por falta de un caballo, se perdió una batalla,

por falta de una batalla, se perdió un reino,

y todo por falta de un clavo de herradura.»

 

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